Hacia frio ni un alma en las calles, solo una persona, de ropa oscura y encapuchado, llega a una oficina postal, saca una botella de gasolina y la rozia en el buzon, segundos despues saca un encendedor y la incendia, sale huyendo del lugar sin dejar rastro, ¿que se quemo en el buzon? ¿cartas de amor? ¿notas de despido o de frustracion? jamas lo sabremos, esos escritos quemados, innecesarios y que el hombre considera esenciales en la existencia, como la misma base de estas letras, ¿de que sirve plasmar algo si no tiene practica o trascendencias? ¡quememos lo escrito! ¡quememos lo que exista! ¡quememos el mundo! dejemos aflojar el caos en el fuego que vemos desenvolverse en todas las instituciones, empresas y simbolos del sistema industrial, porque un dia lo dijo bien claro un guerrero: ¡LA DESTRUCCION DEL SISTEMA DEBE SER EL UNICO OBJETIVO DE LOS REVOLUCIONARIOS!
XROMANTICO TERRORISTAX
domingo, 29 de agosto de 2010
sábado, 28 de agosto de 2010
¡A cazar alegremente! monteria de automoviles!
¡A cazar alegremente!
Montería de automóviles
me atrajo, abrí la puerta estrechita y entré.
Me encontré arrebatado, en un mundo agitado y bullicioso. Por las calles corrían los
automóviles a toda velocidad y se dedicaban a la caza de los peatones, los atropellaban
haciéndolos papilla, los aplastaban horrorosamente contra las paredes de las casas.
Comprendí al punto: era la lucha entre los hombres y las máquinas, preparada,
esperada y temida desde hace mucho tiempo, la que por fin había estallado. Por todas
partes yacían muertos y mutilados, por todas partes también automóviles apedreados,
retorcidos, medio quemados; sobre la espantosa confusión volaban aeroplanos, y
también a éstos se les tiraba desde muchos tejados y ventanas con fusiles y con
ametralladoras. En todas las paredes anuncios fieros y magníficamente llamativos
invitaban a toda la nación, en letras gigantescas que ardían como antorchas, a ponerse
al fin al lado de los hombres contra las máquinas, a asesinar por fin a los ricos
opulentos, bien vestidos y perfumados, que con ayuda de las máquinas sacaban el jugo
a los demás y hacer polvo a la vez sus grandes automóviles, que no cesaban de toser,
de gruñir con mala intención y de hacer un ruido infernal, a incendiar por último las
fábricas y barrer y despoblar un poco la tierra profanada, para que pudiera volver a salir
la hierba y surgir otra vez del polvoriento mundo de cemento algo así como bosques,
praderas, pastos, arroyos y marismas. Otros anuncios, en cambio, en colores más finos
y menos infantiles, redactados en una forma muy inteligente y espiritual, prevenían con
afán a todos los propietarios y a todos los circunspectos contra el caos amenazador de la
anarquía, cantaban con verdadera emoción la bendición del orden, del trabajo, de la
propiedad, de la cultura, del derecho, y ensalzaban las máquinas como la más alta y
última conquista del hombre, con cuya ayuda habríamos de convertirnos en dioses.
Pensativo y admirado leí los anuncios, los rojos y los verdes; de un modo extraño me
impresionó su inflamada oratoria, su lógica aplastante; tenían razón, y, hondamente
convencido, me quedé parado ya ante uno, ya ante el otro, y, sin embargo, un tanto
inquieto por el tiroteo bastante vivo. El caso es que lo principal estaba claro: había
guerra, una guerra violenta, racial y altamente simpática, en donde no se trataba de
emperadores, repúblicas, fronteras, ni de banderas y colores y otras cosas por el estilo,
más bien decorativas y teatrales, de fruslerías en el fondo, sino en donde todo aquel a
quien le faltaba aire para respirar y a quien ya no le sabia bien la vida, daba persuasiva
expresión a su malestar y trataba de preparar la destrucción general del mundo
civilizado de hojalata. Vi cómo a todos les salía risueño a los ojos, claro y sincero, el afán
de destrucción y de exterminio, y dentro de mí mismo florecían estas salvajes flores
rojas, grandes y lozanas, y no reían menos. Con alegría me incorporé a la lucha.
Pero lo más hermoso de todo fue que junto a mi surgió de pronto mi compañero de
colegio, Gustavo, del cual no había vuelto a saber nada en tantos decenios, y que en
otro tiempo había sido el más fiero, el más fuerte y el más sediento de vida entre los
amigos de mi primera niñez. Se me alegró el corazón cuando vi que sus ojos azules
claros me miraban de nuevo moviendo los párpados. Me hizo una seña y le seguí
inmediatamente con alegría.
-Hola, Gustavo -grité feliz-, ¡cuánto me place volver a verte! ¿Qué ha sido de ti?
Furioso, empezó a reír, enteramente como en la infancia.
-¡Bárbaro! ¿No hay que hacer más que empezar a preguntar ya y a perder el tiempo
en palabrería? Me hice teólogo, ya lo sabes; pero ahora, afortunadamente, ya no hay
más teología, muchacho, sino guerra. Anda, ven.
De un pequeño automóvil, que en aquel momento venía hacia nosotros resoplando,
echó abajo de un tiro al conductor, saltó listo como un mono al volante, lo hizo parar y
me mandó subir; luego corrimos rápidos como el diablo, entre balas de fusil y coches
volcados, fuera de la ciudad y del suburbio.
-¿Tú estás al lado de los fabricantes? -pregunté a mi amigo.
-¿Qué dices? Eso es cuestión de gusto; ya lo pensaremos luego. Pero no, espera; es
preferible que escojamos el otro partido, aun cuando en el fondo es perfectamente igual.
Yo soy teólogo, y mi antecesor Lutero ayudó en su tiempo a los príncipes y poderosos
contra los campesinos, vamos a ver si corregimos aquello ahora un poquitín. Maldito
coche, es de esperar que aún aguante todavía un par de kilómetros.
Rápidos como el viento, en el cielo engendrado, salimos de allí crepitantes hasta
llegar a un paisaje verde y tranquilo, distante cuatro millas, a través de una gran
llanura, y subiendo luego lentamente por una enorme montaña. Aquí hicimos alto en una
carretera lisa y reluciente, que conducía hacia arriba en curvas atrevidas, entre una
escarpada roca y un pequeño muro de protección, y que dominaba desde lo alto un
brillante lago azul.
-Hermosa comarca -dije.
-Muy bonita. Podemos llamarla la carretera de los ejes; aquí han de saltar, hechos
pedazos, más de cuatro ejes. Harrycito, pon atención.
Junto a la carretera había un pino grande, y arriba, en la copa, vimos construida de
tablas como una especie de cabaña, una atalaya y mirador. Gustavo me miró riendo
claramente, guiñando astuto sus ojos azules, y presurosos nos bajamos de nuestro
coche y gateamos por el tronco, ocultándonos en la atalaya que nos gustó mucho, y allí
pudimos respirar a nuestras anchas. Allí encontramos fusiles, pistolas, cajas con
cartuchos. Apenas nos hubimos refrescado un poco y acomodado en aquel puesto de
caza, cuando ya resonó por la curva más próxima, ronco y dominador, el ruido de un
gran coche de lujo, que venía caminando crepitante a gran velocidad por la reluciente
carretera de la montaña. Ya teníamos las escopetas en la mano. Fue un momento de
tensión maravillosa.
-Apunta al chófer -ordenó rápidamente Gustavo, al tiempo que el pesado coche
cruzaba corriendo por debajo de nosotros. Y ya apuntaba yo y disparé a la gorra azul del
conductor.
El hombre se desplomó, el coche siguió zumbando, chocó contra la roca, rebotó hacia
atrás, chocó gravemente y con furia como un abejorro gordo y grande contra el muro de
contención, dio la vuelta y cayó por encima con ruido seco en el abismo.
-A otra cosa -dijo Gustavo riendo-. El próximo me toca a mí.
Ya llegaba corriendo otro coche pequeño; en los asientos venían dos o tres personas;
de la cabeza de una mujer ondeaba un trozo de velo rígido y horizontal, hacia atrás, un
velo azul claro; realmente me daba lástima de él; quién sabe si la más linda cara de
mujer reía bajo aquel velo. Santo Dios, si estuviésemos jugando a los bandidos, quizás
hubiese sido más justo y más bonito, siguiendo el ejemplo de grandes predecesores, no
extender a las bellas damas nuestro bravo afán de matar. Pero Gustavo ya había
disparado. El chófer hizo unas contracciones, se desplomó, dio el coche un salto contra
la roca vertical, volcó hacia atrás, cayendo sobre la carretera con las ruedas hacia arriba.
Esperamos un momento, nada se movía; en silencio yacían allí, presos como en una
ratonera, los ocupantes bajo su coche. Este zumbaba y se movía aún y hacía dar vueltas
a las ruedas en el aire de un modo cómico; pero de repente dejó escapar un terrible
estampido y se halló envuelto en llamas luminosas.
-Un Ford -dijo Gustavo-. Tenemos que bajarnos y dejar otra vez la carretera libre.
Descendimos y estuvimos contemplando aquella hoguera. Se quemó por completo,
rápidamente; entretanto preparamos unos troncos de madera y lo empujamos hacia un
lado, echándolo por encima del borde de la carretera al abismo; aún estuvo crujiendo un
rato al chocar con los matorrales. Al dar la vuelta al coche se habían caído dos de los
muertos, y allí estaban tendidos, con las ropas quemadas en parte. Uno tenía el traje
todavía bastante bien conservado; registré sus bolsillos por si encontrábamos quién
hubiera sido: una cartera de piel apareció; dentro, había tarjetas de visita. Cogí una y leí
en ella las palabras Tat twam asi.
-Tiene gracia -dijo Gustavo-. Pero, en realidad, es indiferente cómo se llamen las
personas que asesinamos aquí. Son pobres diablos como nosotros, los nombres no
hacen al caso. Este mundo tiene que ser destruido, y nosotros con él. Diez minutos
debajo del agua seria la solución menos dolorosa. ¡Ea, a trabajar!
Arrojamos a los muertos en pos del coche. Ya se acercaba bocinando un nuevo auto.
Le hicimos fuego en seguida desde la misma carretera. Siguió un rato, vacilante como
un borracho, se estrelló luego y quedó tendido jadeante; uno que iba dentro permaneció
sentado en el interior, pero una bonita muchacha se apeó ilesa, aunque pálida y
temblando violentamente. La saludamos amables y le ofrecimos nuestros servicios.
Estaba demasiado asustada, no podía hablar y un rato nos miró con los ojos
desencajados, como loca.
-Ea, vamos a cuidarnos primeramente de aquel pobre señor anciano -dijo Gustavo.
Y se dirigió al viajero, que aún continuaba pegado a su Sitio detrás del chófer muerto.
Era un señor con el cabello gris, tenía abiertos los inteligentes ojos grises claros; pero
parecía estar gravemente herido, por lo menos le salía sangre de la boca y el cuello lo
tenía horrorosamente torcido y rígido.
-Permita usted, anciano; mi nombre es Gustavo. Nos hemos tomado la libertad de
pegar un tiro a su chófer. ¿Podemos preguntar con quién tenemos el honor...?
El viejo miraba fría y tristemente con sus pequeños ojos grises.
-Soy el fiscal Loering -dijo lentamente-. Ustedes no han asesinado sólo a mi chófer,
sino a mí también; siento que esto se acaba. ¿Se puede saber por qué han disparado
contra nosotros?
-Por exceso de velocidad.
-Nosotros veníamos con velocidad normal.
-Lo que ayer era normal, ya no lo es hoy, señor fiscal. Hoy somos de opinión que
cualquier velocidad a la que pueda marchar un auto es excesiva. Nosotros destrozamos
ahora los autos todos, y las demás máquinas también.
¿También sus escopetas?
-También a ellas ha de llegarles su turno, si aún nos queda tiempo. Probablemente
mañana o pasado estaremos liquidados todos. Usted no ignora que nuestro continente
estaba horrorosamente sobrepoblado. Ahora ya va a sobrar aire.
-¿Y tiran ustedes a todo el mundo, sin distinción?
-Claro. Por algunos puede sin duda que sea una lástima. Por ejemplo, por la dama
joven y bella lo hubiera sentido mucho. ¿Es seguramente su hija?
-No, es mi mecanógrafa.
-Tanto mejor. Y ahora haga usted el favor de apearse, o permita usted que lo
saquemos del coche, pues el coche ha de ser destruido.
-Prefiero que me destruyan ustedes con él.
-Como guste. Permita todavía una pregunta: usted es fiscal. Nunca he llegado a
comprender cómo un hombre puede ser fiscal. Usted vive de acusar y de condenar a
otras personas, por lo general, pobres diablos. ¿No es así?
-Así es. Yo cumplía con mi deber. Era mi profesión. Lo mismo que la profesión de
verdugo es matar a los condenados por mí. Usted mismo se ha encargado, a lo que se
ve, de idéntico oficio. Usted mata también.
-Exacto. Sólo que nosotros no matamos por obligación, sino por gusto, o mejor dicho,
por disgusto, por desesperación del mundo. Por eso, matar nos proporciona cierta
diversión. ¿No le ha divertido a usted nunca matar?
-Me está usted fastidiando. Tenga la bondad de terminar su cometido. Si la noción del
deber le es a usted desconocida... Calló y contrajo los labios, como si quisiera escupir.
Pero no salió más que un poco de sangre que se quedó pegada a su barbilla.
-Espere usted -dijo cortésmente Gustavo-. La noción del deber ciertamente que no la
conozco; no la conozco ya. En otro tiempo me dio mucho que hacer por razón de mi
oficio; yo era profesor de Teología. Además fui soldado y estuve en la guerra. Lo que me
parecía que era el deber y lo que me fue ordenado en toda ocasión por las autoridades y
los superiores, todo ello no era bueno de verdad; hubiera preferido hacer siempre lo
contrario. Pero aun cuando no conozca ya el concepto del deber, conozco, sin embargo,
el de la culpa; acaso son los dos la misma cosa. Por haberme traído al mundo una
madre, ya soy culpable, ya estoy condenado a vivir, estoy obligado a pertenecer a un
Estado, a ser soldado, a pagar impuestos para armamentos. Y ahora, en este momento,
la culpa de vivir me ha llevado otra vez, como antaño en la guerra, a tener que matar. Y
en esta ocasión no mato con repugnancia, me he rendido a la culpa, no tengo nada en
contra de que este mundo sobrecargado y necio salte en pedazos; yo ayudo con gusto, y
con gusto sucumbo yo mismo a la vez.
El fiscal hizo un gran esfuerzo para sonreír un poco con sus labios llenos de sangre
coagulada. No lo consiguió de un modo muy brillante; pero fue perceptible la buena
intención.
-Está bien -dijo-; somos, pues, compañeros. Tenga la bondad de cumplir ahora con
su deber, señor colega.
La linda muchacha se había sentado entretanto en el borde de la cuneta y estaba
desmayada.
En este momento se oyó de nuevo la bocina de un coche que venía zumbando a toda
marcha. Retiramos a la muchacha un poco a un lado, nos apretamos contra las rocas y
dejamos al coche que llegaba chocar contra los restos del otro. Frenó violentamente y se
encalabrinó hacia lo alto, pero se quedó parado indemne. Rápidamente cogimos
nuestras escopetas y apuntamos a los recién llegados.
-¡Abajo del coche! -ordenó Gustavo-. ¡Manos arriba!
Tres hombres bajaron del auto y, obedientes, levantaron las manos.
-¿Es médico alguno de ustedes? -preguntó Gustavo.
Dijeron que no.
-Entonces tengan ustedes la bondad de sacar con cuidado de su asiento a este señor,
está gravemente herido. Y luego llévenlo en el coche que han traído ustedes hasta la
ciudad más próxima. ¡Vamos, manos a la obra!
Prontamente fue acomodado el viejo señor en el otro coche; Gustavo dio la orden y
todos partieron precipitadamente.
Entretanto había vuelto en si nuestra mecanógrafa y había estado presenciando los
acontecimientos. Me gustaba haber hecho este precioso botín.
-Señorita -dijo Gustavo-, ha perdido usted a su jefe. Es de suponer que por lo demás
no tuviera mayores vínculos con usted. Queda usted contratada por mí. ¡Séanos un buen
camarada! Ea, el tiempo apremia. Pronto se va a estar aquí poco confortablemente.
¿Sabe usted gatear, señorita? ¿Sí? Pues vamos allá. La cogeremos entre los dos y la
ayudaremos.
Trepamos a nuestra cabaña del árbol los tres todo lo rápidamente posible. La señorita
se puso mala arriba, pero tomó una copa de coñac y pronto estuvo tan repuesta que
pudo apreciar la magnífica perspectiva sobre el lago y la montaña y hacernos saber que
se llamaba Dora.
Al poco tiempo ya había llegado abajo un nuevo coche, el cual pasó con precaución
junto al auto destrozado, sin pararse, y luego aceleró inmediatamente su velocidad.
-¡Pretencioso! -dijo riendo Gustavo, y echó abajo de un tiro al conductor. Bailó un
poco el coche, dio un salto contra el muro, lo hundió en parte y se quedó pendiente,
inclinado sobre el abismo.
-Dora -dije-, ¿sabe usted manejar escopetas?
No sabía, pero le enseñamos a cargar un fusil. Al principio estaba torpe y se hizo
sangre en un dedo, lloró y pidió un tafetán. Pero Gustavo le explicó que estábamos en la
guerra y que ella tenía que mostrar que era una muchacha valiente. Así se calmó.
-Pero ¿qué va a ser de nosotros? -preguntó ella luego.
-No lo sé -dijo Gustavo-. A mi amigo Harry le gustan las mujeres bonitas; él será su
amigo de usted.
-Pero van a venir con policía y soldados y nos matarán.
-Ya no hay policía ni cosas de ésas. Nosotros podemos elegir, Dora. O nos quedamos
aquí arriba tranquilamente y hacemos fuego contra todos los coches que quieran pasar,
o tomamos a nuestra vez un coche, salimos corriendo y dejamos que otros nos tiroteen.
Da igual tomar un partido u otro. Yo estoy porque nos quedemos aquí.
Abajo había ya otro coche, resonando hacia arriba su bocina.
Pronto se dio cuenta de él, y quedó tumbado, con las ruedas en alto.
-Es cómico -dije- que divierta tanto el pegar tiros. Y eso que yo era antes enemigo de
la guerra.
Gustavo sonreía. Sí, es que hay demasiadas personas en el mundo. Antes no se
notaba tanto. Pero ahora, que cada uno no sólo quiere respirar el aire que le
corresponde, sino hasta tener un auto, ahora es cuando lo notamos precisamente. Claro
que lo que hacemos no es razonable, es una niñada, como también la guerra era una
niñada monstruosa. Andando el tiempo, la humanidad tendrá que aprender alguna vez a
contener su multiplicación por medios de razón. Por el momento, reaccionamos contra el
insufrible estado de cosas de una manera bastante poco razonable, pero en el fondo
hacemos lo justo: reducimos el número.
-Sí -dije-; lo que hacemos es acaso una locura y, sin embargo, es probablemente
bueno y necesario. No está bien que la humanidad esfuerce excesivamente la
inteligencia y trate, con la ayuda de la razón, de poner orden en las cosas, que aún
están lejos de ser accesibles a la razón misma. De aquí que surjan esos ideales como el
del americano o el del bolchevique, que los dos son extraordinariamente razonables y
que, sin embargo, violentan y despojan a la vida de un modo tan terrible, porque la
simplifican de una forma tan pueril. La imagen del hombre, en otro tiempo un alto ideal,
está a punto de convertirse en un cliché. Nosotros los locos acaso la ennoblecemos otra
vez.
Riendo, respondió Gustavo:
-Muchacho, hablas de un modo extraordinariamente sensato; es un placer y da gusto
prestar atención a este pozo de ciencia. Y quizá tengas hasta un poquito de razón. Pero
haz el favor de cargar de nuevo tu escopeta, me resultas algo soñador de más. A cada
momento pueden aparecer corriendo otra vez un par de cervatillos; a éstos no podemos
matarlos con filosofía, no hay más remedio que tener balas en el cañn.
Vino un auto y cayó en seguida. La carretera estaba interceptada. Un superviviente,
un hombre gordo y con la cabeza colorada, gesticulaba fiero junto a las máquinas
destrozadas, buscó por todas partes con los ojos muy abiertos, descubrió nuestra
guarida, vino corriendo dando grandes voces y disparó contra nosotros muchas veces
hacia lo alto con un revólver.
-Váyase usted ya o disparo -gritó Gustavo hacia abajo.
El hombre le apuntó y disparó aún otra vez. Entonces lo abatimos con dos tiros.
Aún llegaron dos coches, que tendimos por tierra. Luego se quedó silenciosa y vacía
la carretera; la noticia de su peligro parecía haberse extendido. Tuvimos tiempo de
observar el hermoso panorama. Al otro lado del lago había en el fondo una pequeña
ciudad; allí empezó a elevarse una columna de humo, y pronto vimos cómo el fuego se
propagaba de uno a otro tejado. También se oían disparos. Dora lloraba un poco; yo
acaricié sus húmedas mejillas.
-¿Es que vamos a perecer todos? -preguntó.
Nadie le dio respuesta. Entretanto pasaba por abajo un caminante, vio en el suelo los
automóviles destrozados, anduvo rebuscando en ellos, metió la cabeza dentro de uno,
sacó una sombrilla de colores, un bolso de señora y una botella de vino, se sentó
apaciblemente en el muro, bebió en la botella, comió algo liado en platilla que había en
el bolso, vació por completo la botella y continuó alegre su camino, con la sombrilla
apretada debajo del brazo. Se marchó pacíficamente, y yo le dije a Gustavo:
-¿Te sería ahora posible disparar a este tipo simpático y hacerle un agujero en la
cabeza? Dios sabe bien que yo no podría.
-Tampoco se nos exige -gruñó mi amigo.
Pero también a él le había entrado en el ánimo cierta desazón. Apenas nos hubimos
echado a la cara a una persona que se conducía todavía cándida, pacífica e
infantilmente, que aún vivía en el estado de inocencia, al punto nos pareció tonta y
repulsiva toda nuestra conducta, tan laudable y necesaria. ¡Ah, diablo, tanta sangre! Nos
avergonzamos. Pero es fama que en la guerra alguna vez los mismos generales han
tenido una sensación así.
-No permanezcamos más tiempo aquí -gimió Dora-; vamos a bajarnos. Con seguridad
encontraremos en los coches algo que comer. ¿Es que vosotros no tenéis hambre,
bolcheviques?
Allá abajo, al otro lado, en la ciudad ardiendo, empezaron a tocar las campanas a
rebato y con angustia. Nos dispusimos al descenso. Cuando ayudé a Dora a trepar por
encima del parapeto, le di un beso en la rodilla. Ella se echó a reír. En aquel momento
cedieron las estacas y los dos nos precipitamos en el vacío...
Montería de automóviles
me atrajo, abrí la puerta estrechita y entré.
Me encontré arrebatado, en un mundo agitado y bullicioso. Por las calles corrían los
automóviles a toda velocidad y se dedicaban a la caza de los peatones, los atropellaban
haciéndolos papilla, los aplastaban horrorosamente contra las paredes de las casas.
Comprendí al punto: era la lucha entre los hombres y las máquinas, preparada,
esperada y temida desde hace mucho tiempo, la que por fin había estallado. Por todas
partes yacían muertos y mutilados, por todas partes también automóviles apedreados,
retorcidos, medio quemados; sobre la espantosa confusión volaban aeroplanos, y
también a éstos se les tiraba desde muchos tejados y ventanas con fusiles y con
ametralladoras. En todas las paredes anuncios fieros y magníficamente llamativos
invitaban a toda la nación, en letras gigantescas que ardían como antorchas, a ponerse
al fin al lado de los hombres contra las máquinas, a asesinar por fin a los ricos
opulentos, bien vestidos y perfumados, que con ayuda de las máquinas sacaban el jugo
a los demás y hacer polvo a la vez sus grandes automóviles, que no cesaban de toser,
de gruñir con mala intención y de hacer un ruido infernal, a incendiar por último las
fábricas y barrer y despoblar un poco la tierra profanada, para que pudiera volver a salir
la hierba y surgir otra vez del polvoriento mundo de cemento algo así como bosques,
praderas, pastos, arroyos y marismas. Otros anuncios, en cambio, en colores más finos
y menos infantiles, redactados en una forma muy inteligente y espiritual, prevenían con
afán a todos los propietarios y a todos los circunspectos contra el caos amenazador de la
anarquía, cantaban con verdadera emoción la bendición del orden, del trabajo, de la
propiedad, de la cultura, del derecho, y ensalzaban las máquinas como la más alta y
última conquista del hombre, con cuya ayuda habríamos de convertirnos en dioses.
Pensativo y admirado leí los anuncios, los rojos y los verdes; de un modo extraño me
impresionó su inflamada oratoria, su lógica aplastante; tenían razón, y, hondamente
convencido, me quedé parado ya ante uno, ya ante el otro, y, sin embargo, un tanto
inquieto por el tiroteo bastante vivo. El caso es que lo principal estaba claro: había
guerra, una guerra violenta, racial y altamente simpática, en donde no se trataba de
emperadores, repúblicas, fronteras, ni de banderas y colores y otras cosas por el estilo,
más bien decorativas y teatrales, de fruslerías en el fondo, sino en donde todo aquel a
quien le faltaba aire para respirar y a quien ya no le sabia bien la vida, daba persuasiva
expresión a su malestar y trataba de preparar la destrucción general del mundo
civilizado de hojalata. Vi cómo a todos les salía risueño a los ojos, claro y sincero, el afán
de destrucción y de exterminio, y dentro de mí mismo florecían estas salvajes flores
rojas, grandes y lozanas, y no reían menos. Con alegría me incorporé a la lucha.
Pero lo más hermoso de todo fue que junto a mi surgió de pronto mi compañero de
colegio, Gustavo, del cual no había vuelto a saber nada en tantos decenios, y que en
otro tiempo había sido el más fiero, el más fuerte y el más sediento de vida entre los
amigos de mi primera niñez. Se me alegró el corazón cuando vi que sus ojos azules
claros me miraban de nuevo moviendo los párpados. Me hizo una seña y le seguí
inmediatamente con alegría.
-Hola, Gustavo -grité feliz-, ¡cuánto me place volver a verte! ¿Qué ha sido de ti?
Furioso, empezó a reír, enteramente como en la infancia.
-¡Bárbaro! ¿No hay que hacer más que empezar a preguntar ya y a perder el tiempo
en palabrería? Me hice teólogo, ya lo sabes; pero ahora, afortunadamente, ya no hay
más teología, muchacho, sino guerra. Anda, ven.
De un pequeño automóvil, que en aquel momento venía hacia nosotros resoplando,
echó abajo de un tiro al conductor, saltó listo como un mono al volante, lo hizo parar y
me mandó subir; luego corrimos rápidos como el diablo, entre balas de fusil y coches
volcados, fuera de la ciudad y del suburbio.
-¿Tú estás al lado de los fabricantes? -pregunté a mi amigo.
-¿Qué dices? Eso es cuestión de gusto; ya lo pensaremos luego. Pero no, espera; es
preferible que escojamos el otro partido, aun cuando en el fondo es perfectamente igual.
Yo soy teólogo, y mi antecesor Lutero ayudó en su tiempo a los príncipes y poderosos
contra los campesinos, vamos a ver si corregimos aquello ahora un poquitín. Maldito
coche, es de esperar que aún aguante todavía un par de kilómetros.
Rápidos como el viento, en el cielo engendrado, salimos de allí crepitantes hasta
llegar a un paisaje verde y tranquilo, distante cuatro millas, a través de una gran
llanura, y subiendo luego lentamente por una enorme montaña. Aquí hicimos alto en una
carretera lisa y reluciente, que conducía hacia arriba en curvas atrevidas, entre una
escarpada roca y un pequeño muro de protección, y que dominaba desde lo alto un
brillante lago azul.
-Hermosa comarca -dije.
-Muy bonita. Podemos llamarla la carretera de los ejes; aquí han de saltar, hechos
pedazos, más de cuatro ejes. Harrycito, pon atención.
Junto a la carretera había un pino grande, y arriba, en la copa, vimos construida de
tablas como una especie de cabaña, una atalaya y mirador. Gustavo me miró riendo
claramente, guiñando astuto sus ojos azules, y presurosos nos bajamos de nuestro
coche y gateamos por el tronco, ocultándonos en la atalaya que nos gustó mucho, y allí
pudimos respirar a nuestras anchas. Allí encontramos fusiles, pistolas, cajas con
cartuchos. Apenas nos hubimos refrescado un poco y acomodado en aquel puesto de
caza, cuando ya resonó por la curva más próxima, ronco y dominador, el ruido de un
gran coche de lujo, que venía caminando crepitante a gran velocidad por la reluciente
carretera de la montaña. Ya teníamos las escopetas en la mano. Fue un momento de
tensión maravillosa.
-Apunta al chófer -ordenó rápidamente Gustavo, al tiempo que el pesado coche
cruzaba corriendo por debajo de nosotros. Y ya apuntaba yo y disparé a la gorra azul del
conductor.
El hombre se desplomó, el coche siguió zumbando, chocó contra la roca, rebotó hacia
atrás, chocó gravemente y con furia como un abejorro gordo y grande contra el muro de
contención, dio la vuelta y cayó por encima con ruido seco en el abismo.
-A otra cosa -dijo Gustavo riendo-. El próximo me toca a mí.
Ya llegaba corriendo otro coche pequeño; en los asientos venían dos o tres personas;
de la cabeza de una mujer ondeaba un trozo de velo rígido y horizontal, hacia atrás, un
velo azul claro; realmente me daba lástima de él; quién sabe si la más linda cara de
mujer reía bajo aquel velo. Santo Dios, si estuviésemos jugando a los bandidos, quizás
hubiese sido más justo y más bonito, siguiendo el ejemplo de grandes predecesores, no
extender a las bellas damas nuestro bravo afán de matar. Pero Gustavo ya había
disparado. El chófer hizo unas contracciones, se desplomó, dio el coche un salto contra
la roca vertical, volcó hacia atrás, cayendo sobre la carretera con las ruedas hacia arriba.
Esperamos un momento, nada se movía; en silencio yacían allí, presos como en una
ratonera, los ocupantes bajo su coche. Este zumbaba y se movía aún y hacía dar vueltas
a las ruedas en el aire de un modo cómico; pero de repente dejó escapar un terrible
estampido y se halló envuelto en llamas luminosas.
-Un Ford -dijo Gustavo-. Tenemos que bajarnos y dejar otra vez la carretera libre.
Descendimos y estuvimos contemplando aquella hoguera. Se quemó por completo,
rápidamente; entretanto preparamos unos troncos de madera y lo empujamos hacia un
lado, echándolo por encima del borde de la carretera al abismo; aún estuvo crujiendo un
rato al chocar con los matorrales. Al dar la vuelta al coche se habían caído dos de los
muertos, y allí estaban tendidos, con las ropas quemadas en parte. Uno tenía el traje
todavía bastante bien conservado; registré sus bolsillos por si encontrábamos quién
hubiera sido: una cartera de piel apareció; dentro, había tarjetas de visita. Cogí una y leí
en ella las palabras Tat twam asi.
-Tiene gracia -dijo Gustavo-. Pero, en realidad, es indiferente cómo se llamen las
personas que asesinamos aquí. Son pobres diablos como nosotros, los nombres no
hacen al caso. Este mundo tiene que ser destruido, y nosotros con él. Diez minutos
debajo del agua seria la solución menos dolorosa. ¡Ea, a trabajar!
Arrojamos a los muertos en pos del coche. Ya se acercaba bocinando un nuevo auto.
Le hicimos fuego en seguida desde la misma carretera. Siguió un rato, vacilante como
un borracho, se estrelló luego y quedó tendido jadeante; uno que iba dentro permaneció
sentado en el interior, pero una bonita muchacha se apeó ilesa, aunque pálida y
temblando violentamente. La saludamos amables y le ofrecimos nuestros servicios.
Estaba demasiado asustada, no podía hablar y un rato nos miró con los ojos
desencajados, como loca.
-Ea, vamos a cuidarnos primeramente de aquel pobre señor anciano -dijo Gustavo.
Y se dirigió al viajero, que aún continuaba pegado a su Sitio detrás del chófer muerto.
Era un señor con el cabello gris, tenía abiertos los inteligentes ojos grises claros; pero
parecía estar gravemente herido, por lo menos le salía sangre de la boca y el cuello lo
tenía horrorosamente torcido y rígido.
-Permita usted, anciano; mi nombre es Gustavo. Nos hemos tomado la libertad de
pegar un tiro a su chófer. ¿Podemos preguntar con quién tenemos el honor...?
El viejo miraba fría y tristemente con sus pequeños ojos grises.
-Soy el fiscal Loering -dijo lentamente-. Ustedes no han asesinado sólo a mi chófer,
sino a mí también; siento que esto se acaba. ¿Se puede saber por qué han disparado
contra nosotros?
-Por exceso de velocidad.
-Nosotros veníamos con velocidad normal.
-Lo que ayer era normal, ya no lo es hoy, señor fiscal. Hoy somos de opinión que
cualquier velocidad a la que pueda marchar un auto es excesiva. Nosotros destrozamos
ahora los autos todos, y las demás máquinas también.
¿También sus escopetas?
-También a ellas ha de llegarles su turno, si aún nos queda tiempo. Probablemente
mañana o pasado estaremos liquidados todos. Usted no ignora que nuestro continente
estaba horrorosamente sobrepoblado. Ahora ya va a sobrar aire.
-¿Y tiran ustedes a todo el mundo, sin distinción?
-Claro. Por algunos puede sin duda que sea una lástima. Por ejemplo, por la dama
joven y bella lo hubiera sentido mucho. ¿Es seguramente su hija?
-No, es mi mecanógrafa.
-Tanto mejor. Y ahora haga usted el favor de apearse, o permita usted que lo
saquemos del coche, pues el coche ha de ser destruido.
-Prefiero que me destruyan ustedes con él.
-Como guste. Permita todavía una pregunta: usted es fiscal. Nunca he llegado a
comprender cómo un hombre puede ser fiscal. Usted vive de acusar y de condenar a
otras personas, por lo general, pobres diablos. ¿No es así?
-Así es. Yo cumplía con mi deber. Era mi profesión. Lo mismo que la profesión de
verdugo es matar a los condenados por mí. Usted mismo se ha encargado, a lo que se
ve, de idéntico oficio. Usted mata también.
-Exacto. Sólo que nosotros no matamos por obligación, sino por gusto, o mejor dicho,
por disgusto, por desesperación del mundo. Por eso, matar nos proporciona cierta
diversión. ¿No le ha divertido a usted nunca matar?
-Me está usted fastidiando. Tenga la bondad de terminar su cometido. Si la noción del
deber le es a usted desconocida... Calló y contrajo los labios, como si quisiera escupir.
Pero no salió más que un poco de sangre que se quedó pegada a su barbilla.
-Espere usted -dijo cortésmente Gustavo-. La noción del deber ciertamente que no la
conozco; no la conozco ya. En otro tiempo me dio mucho que hacer por razón de mi
oficio; yo era profesor de Teología. Además fui soldado y estuve en la guerra. Lo que me
parecía que era el deber y lo que me fue ordenado en toda ocasión por las autoridades y
los superiores, todo ello no era bueno de verdad; hubiera preferido hacer siempre lo
contrario. Pero aun cuando no conozca ya el concepto del deber, conozco, sin embargo,
el de la culpa; acaso son los dos la misma cosa. Por haberme traído al mundo una
madre, ya soy culpable, ya estoy condenado a vivir, estoy obligado a pertenecer a un
Estado, a ser soldado, a pagar impuestos para armamentos. Y ahora, en este momento,
la culpa de vivir me ha llevado otra vez, como antaño en la guerra, a tener que matar. Y
en esta ocasión no mato con repugnancia, me he rendido a la culpa, no tengo nada en
contra de que este mundo sobrecargado y necio salte en pedazos; yo ayudo con gusto, y
con gusto sucumbo yo mismo a la vez.
El fiscal hizo un gran esfuerzo para sonreír un poco con sus labios llenos de sangre
coagulada. No lo consiguió de un modo muy brillante; pero fue perceptible la buena
intención.
-Está bien -dijo-; somos, pues, compañeros. Tenga la bondad de cumplir ahora con
su deber, señor colega.
La linda muchacha se había sentado entretanto en el borde de la cuneta y estaba
desmayada.
En este momento se oyó de nuevo la bocina de un coche que venía zumbando a toda
marcha. Retiramos a la muchacha un poco a un lado, nos apretamos contra las rocas y
dejamos al coche que llegaba chocar contra los restos del otro. Frenó violentamente y se
encalabrinó hacia lo alto, pero se quedó parado indemne. Rápidamente cogimos
nuestras escopetas y apuntamos a los recién llegados.
-¡Abajo del coche! -ordenó Gustavo-. ¡Manos arriba!
Tres hombres bajaron del auto y, obedientes, levantaron las manos.
-¿Es médico alguno de ustedes? -preguntó Gustavo.
Dijeron que no.
-Entonces tengan ustedes la bondad de sacar con cuidado de su asiento a este señor,
está gravemente herido. Y luego llévenlo en el coche que han traído ustedes hasta la
ciudad más próxima. ¡Vamos, manos a la obra!
Prontamente fue acomodado el viejo señor en el otro coche; Gustavo dio la orden y
todos partieron precipitadamente.
Entretanto había vuelto en si nuestra mecanógrafa y había estado presenciando los
acontecimientos. Me gustaba haber hecho este precioso botín.
-Señorita -dijo Gustavo-, ha perdido usted a su jefe. Es de suponer que por lo demás
no tuviera mayores vínculos con usted. Queda usted contratada por mí. ¡Séanos un buen
camarada! Ea, el tiempo apremia. Pronto se va a estar aquí poco confortablemente.
¿Sabe usted gatear, señorita? ¿Sí? Pues vamos allá. La cogeremos entre los dos y la
ayudaremos.
Trepamos a nuestra cabaña del árbol los tres todo lo rápidamente posible. La señorita
se puso mala arriba, pero tomó una copa de coñac y pronto estuvo tan repuesta que
pudo apreciar la magnífica perspectiva sobre el lago y la montaña y hacernos saber que
se llamaba Dora.
Al poco tiempo ya había llegado abajo un nuevo coche, el cual pasó con precaución
junto al auto destrozado, sin pararse, y luego aceleró inmediatamente su velocidad.
-¡Pretencioso! -dijo riendo Gustavo, y echó abajo de un tiro al conductor. Bailó un
poco el coche, dio un salto contra el muro, lo hundió en parte y se quedó pendiente,
inclinado sobre el abismo.
-Dora -dije-, ¿sabe usted manejar escopetas?
No sabía, pero le enseñamos a cargar un fusil. Al principio estaba torpe y se hizo
sangre en un dedo, lloró y pidió un tafetán. Pero Gustavo le explicó que estábamos en la
guerra y que ella tenía que mostrar que era una muchacha valiente. Así se calmó.
-Pero ¿qué va a ser de nosotros? -preguntó ella luego.
-No lo sé -dijo Gustavo-. A mi amigo Harry le gustan las mujeres bonitas; él será su
amigo de usted.
-Pero van a venir con policía y soldados y nos matarán.
-Ya no hay policía ni cosas de ésas. Nosotros podemos elegir, Dora. O nos quedamos
aquí arriba tranquilamente y hacemos fuego contra todos los coches que quieran pasar,
o tomamos a nuestra vez un coche, salimos corriendo y dejamos que otros nos tiroteen.
Da igual tomar un partido u otro. Yo estoy porque nos quedemos aquí.
Abajo había ya otro coche, resonando hacia arriba su bocina.
Pronto se dio cuenta de él, y quedó tumbado, con las ruedas en alto.
-Es cómico -dije- que divierta tanto el pegar tiros. Y eso que yo era antes enemigo de
la guerra.
Gustavo sonreía. Sí, es que hay demasiadas personas en el mundo. Antes no se
notaba tanto. Pero ahora, que cada uno no sólo quiere respirar el aire que le
corresponde, sino hasta tener un auto, ahora es cuando lo notamos precisamente. Claro
que lo que hacemos no es razonable, es una niñada, como también la guerra era una
niñada monstruosa. Andando el tiempo, la humanidad tendrá que aprender alguna vez a
contener su multiplicación por medios de razón. Por el momento, reaccionamos contra el
insufrible estado de cosas de una manera bastante poco razonable, pero en el fondo
hacemos lo justo: reducimos el número.
-Sí -dije-; lo que hacemos es acaso una locura y, sin embargo, es probablemente
bueno y necesario. No está bien que la humanidad esfuerce excesivamente la
inteligencia y trate, con la ayuda de la razón, de poner orden en las cosas, que aún
están lejos de ser accesibles a la razón misma. De aquí que surjan esos ideales como el
del americano o el del bolchevique, que los dos son extraordinariamente razonables y
que, sin embargo, violentan y despojan a la vida de un modo tan terrible, porque la
simplifican de una forma tan pueril. La imagen del hombre, en otro tiempo un alto ideal,
está a punto de convertirse en un cliché. Nosotros los locos acaso la ennoblecemos otra
vez.
Riendo, respondió Gustavo:
-Muchacho, hablas de un modo extraordinariamente sensato; es un placer y da gusto
prestar atención a este pozo de ciencia. Y quizá tengas hasta un poquito de razón. Pero
haz el favor de cargar de nuevo tu escopeta, me resultas algo soñador de más. A cada
momento pueden aparecer corriendo otra vez un par de cervatillos; a éstos no podemos
matarlos con filosofía, no hay más remedio que tener balas en el cañn.
Vino un auto y cayó en seguida. La carretera estaba interceptada. Un superviviente,
un hombre gordo y con la cabeza colorada, gesticulaba fiero junto a las máquinas
destrozadas, buscó por todas partes con los ojos muy abiertos, descubrió nuestra
guarida, vino corriendo dando grandes voces y disparó contra nosotros muchas veces
hacia lo alto con un revólver.
-Váyase usted ya o disparo -gritó Gustavo hacia abajo.
El hombre le apuntó y disparó aún otra vez. Entonces lo abatimos con dos tiros.
Aún llegaron dos coches, que tendimos por tierra. Luego se quedó silenciosa y vacía
la carretera; la noticia de su peligro parecía haberse extendido. Tuvimos tiempo de
observar el hermoso panorama. Al otro lado del lago había en el fondo una pequeña
ciudad; allí empezó a elevarse una columna de humo, y pronto vimos cómo el fuego se
propagaba de uno a otro tejado. También se oían disparos. Dora lloraba un poco; yo
acaricié sus húmedas mejillas.
-¿Es que vamos a perecer todos? -preguntó.
Nadie le dio respuesta. Entretanto pasaba por abajo un caminante, vio en el suelo los
automóviles destrozados, anduvo rebuscando en ellos, metió la cabeza dentro de uno,
sacó una sombrilla de colores, un bolso de señora y una botella de vino, se sentó
apaciblemente en el muro, bebió en la botella, comió algo liado en platilla que había en
el bolso, vació por completo la botella y continuó alegre su camino, con la sombrilla
apretada debajo del brazo. Se marchó pacíficamente, y yo le dije a Gustavo:
-¿Te sería ahora posible disparar a este tipo simpático y hacerle un agujero en la
cabeza? Dios sabe bien que yo no podría.
-Tampoco se nos exige -gruñó mi amigo.
Pero también a él le había entrado en el ánimo cierta desazón. Apenas nos hubimos
echado a la cara a una persona que se conducía todavía cándida, pacífica e
infantilmente, que aún vivía en el estado de inocencia, al punto nos pareció tonta y
repulsiva toda nuestra conducta, tan laudable y necesaria. ¡Ah, diablo, tanta sangre! Nos
avergonzamos. Pero es fama que en la guerra alguna vez los mismos generales han
tenido una sensación así.
-No permanezcamos más tiempo aquí -gimió Dora-; vamos a bajarnos. Con seguridad
encontraremos en los coches algo que comer. ¿Es que vosotros no tenéis hambre,
bolcheviques?
Allá abajo, al otro lado, en la ciudad ardiendo, empezaron a tocar las campanas a
rebato y con angustia. Nos dispusimos al descenso. Cuando ayudé a Dora a trepar por
encima del parapeto, le di un beso en la rodilla. Ella se echó a reír. En aquel momento
cedieron las estacas y los dos nos precipitamos en el vacío...
jueves, 26 de agosto de 2010
Camino por un bosque, me he dado cuenta de que todo quedo atras, ¿el amor? ¿el odio? nada importa alli, ¿la libertad? alli ya lo eres, aveces te sientes muy triste y solo pero cuando llegas a entender que todo lo que te rodea te comprende, realmente empiezas a hacer la diferencia, puedes respirar tan profundo que no sabes ni cuando terminas, escuchas y observas con tanta delicadeza que sientes una gran impresion en ti mismo, ahi el aburrimiento no existe, existe el sufrimiento, pero aprendes a afrontarlo, llegas a entender todo de lo que hablas, llegas a pensar en no querer volver a la urbe jamas, solo para incendiarla por completo, porque tarde o temprano tambien te das cuenta de que el progreso llegara a todos los entornos salvajes y los destruira como lo han hecho siempre,¿luchas por la tierra? seras llamado loco, pero ellos nunca habran entendido lo que es ser libre y salvaje, ¡yo no quiero ser el progreso!, ¡yo no quiero ser el futuro!, ¡yo no quiero tener un trabajo!, yo solamente quiero ver el mundo en llamas y la tierra resurgir, ¡A la mierda el mundo y todos en el! me escucharas decir infinitas veces, ¿Ahora lo entiendes? NATURALEZA LIBRE Y SALVAJE............
XRomantico TerroristaX
XRomantico TerroristaX
miércoles, 25 de agosto de 2010
Yo y yo mismx
Amamos y odiamos, nos fascina el mundo, queremos ver el mundo llegar a su fin, hemos gritado, hemos callado, hemos creído en el anarquismo, ya no creemos en el anarquismo, odiamos lxs anarquistas, amamos la anarquía, no creemos en la revolución, no creemos en la fuerza del pueblo, hemos visto el mundo a los ojos, hemos visto el odio de las personas. Somos individualistas, he creído en nosotros, nos he tomado por inútiles, nos he detestado.nos hemos enamorado de nuestrxs amigxs, hemos imaginando besos, nos hemos reído solxs y acompañadxs, hemos deseado escapar juntxs…hemos deseado dejar a todo el mundo que nadie jamás vuelva a saber de nosotros, hemos creído que nadie es amigx nuestrx, hemos sentido el apoyo de lxs pocxs que hay a nuestro lado, hemos dejado de creer. Hemos ganado hemos perdido, hemos montado bicicleta sin rumbo, hemos sentido que algo va cambiar, nos hemos decepcionado viendo que todo seguirá siempre igual, hemos pedaleado kilómetros pensando dejar todo atrás, hemos vuelto a casa, nos hemos encerrado días, hemos dibujado, hemos pasado días sin hacer nada por el mundo, hemos pasado días haciendo mucho por nosotrxs, nos hemos destruido solxs, nos hemos amado solxs. Hemos defendido la tierra, hemos amado los bosques, hemos visto como arden, hemos llorado, hemos deseado poder llorar así por otras cosas. Hemos mentido, mentido acerca de nuestras vidas, de nuestras edades, de nuestros gustos, nos hemos mentido a nosotrxs mismxs, hemos mentido para mostrar lo que creemos en verdad, hemos metido por nada, hemos inventado vidas falsas para motivar a otrxs a vivir sus vidas, hemos deseado vivir las vidas que inventamos, no la mierda que vivimos, hemos vivido lo que inventamos por instantes, hemos hecho de instantes nuestra ausencia de muerte, nos hemos llamado muertos. Muertos hemos estado fingiendo estar vivos y creído nos muertos sabiendo que la vida nos ha golpeado y nos ha hecho bien. Hemos pasado horas en medio de la nada creyendo nada, desesperadxs. Hemos sentido dolor, hemos dejado de sentir. Hemos dibujado. Nos hemos llamado veganxs hemos odiado a lxs humanos y su imposibilidad de cambiar el mundo, ósea la nuestra. Hemos comido cosas no veganas, hemos disfrutado, hemos hablado de liberación animal, hemos actuado por la liberación animal, creemos en al liberación animal, sabemos que nunca ocurrirá. Hemos soñado, con ser alguien, con escribir con que conozcan nuestras cosas, con motivar a otrxs, hemos querido vivir, hemos querido ser olvidadxs, ser vagabundxs, ser nadies. Hemos sentido miedo, hemos dejado de hacer cosas por miedo, hemos hablado en contra del miedo, hemos dejado de sentir miedo hemos sido valientes, hemos odiado los héroes. Hemos sido victimas y victimarios. Hemos odiado lo superficial, nos hemos preocupado por como nos vemos, hemos querido construirnos y de construirnos. Hemos odiado que la gente nos mire como raros, nos hemos hecho raros para asustara ala gente y reírnos de ellxs, y de nosotrxs mismos. Hemos hecho el amor, hemos estado a punto de hacerlo y hemos sentido así cosas que haciéndolo nunca habríamos sentido. Hemos tenido sexo desenfrenado hasta perder la noción del tiempo, Hemos tenido sexo con amor en lugares extraños, hemos tenido sexo con extraños hemos dejado de tener sexo por mucho tiempo, nos hemos masturbado, hemos sido niñas, hemos sido niños. Hemos conocido nuestro cuerpo, nos hemos tocado y acariciado, enamoradxs de nosotrxs mismxs pensado en lxs otrxs, conocido otrxs, odiado nuestros cuerpos, amado nuestros cuerpos. Imaginado estar en otros cuerpos. Hemos leído, leído toneladas, hemos leído cosas que odiamos y cosas que amamos, hemos odiado los libros, hemos odiado lxs intelectuales. Hemos querido aprender, hemos odiado estudiar, hemos vivido tiempo sin estudiar aprendiendo cantidades, pasamos una vida en el colegio y no aprendimos nada, nos llenamos de miedo, pero sobrevivimos, nos escapamos al sistema. Estamos atrapados aun en el sistema. Hemos odiado nuestras familias, hemos deseado verles, abrazarles no por que sean familia sino por que han sido importantes. Todo ha dejado de importar. Nos hemos maquillado, hemos usado ropa de mujer,Hemos visto miles de películas, hemos soñado con hacer cine, hemos odiado el dinero detrás de todo. Hemos necesitado dinero, hemos gastado dinero. Hemos robado, hemos sido atrapados robando, hemos sido golpeados por los guardianes del orden, hemos imaginado la venganza, hemos sentido miedo, hemos pagado por miedo. Hemos robado de nuevo, hemos salido sonrientes con mas que los bolsillos llenos. Hemos visto que nada cambia, hemos cambiado nuestras vidas. Hemos llevado vidas dobles. Hemos cambiado, hemos vivido sin autoridad, hemos escapado a la ley, hemos pintado el mundo de colores, hemos vivido el mundo en blanco y negro y nos ha gustado. Hemos hecho graffitis, en lugares publico s y privados, hemos escrito consignas políticas hemos sido artistas, hemos pintado por el amor al caos , por hacer el daño, hemos pintado contra otrxs. Hemos sido sectaristas, odiado autoritarios y asesinos, odiado comunistas, odiado el poder popular, amado el poder infernal. Hemos tenido amigxs que vienen de lejos y de cerca, amigxs de fuera, hemos querido verlos cuando sentimos que no hay nadie aquí. Hemso odiado las relaciones a distancia, hemos visto partir a los que amamos, hemos creído que amamos por que sentimos odio y el resto del mundo no nos deja sentir nada. Hemos amado gente sin conocerla. Hemos amado gente muy distinta a nosotrxs. Hemos tenido muy pocos amores. Hemos tenido muchos odios, muy pocos de verdad.Hemos esperado mucho del mundo, hemos sido decepcionados hemos reído, siempre hemos reído…continuará,… (¿o lo continuarás tú?)
-Dany Juego
-Dany Juego
martes, 24 de agosto de 2010
Me atrae todo de ti, tu forma explosiva de ser
tu ensordecedora voz y lo que provocas en mi existencia,
te quiero tal cual como eres, el problema es que llegas
a estar en brazos de mi enemigo para su ridiculo beneficio,
cuando llega la noche iluminas mi vida, en cualquier momento
que te necesite siempre estas ahi, me encanta jugar contigo,
manipularte, seducirte y lo peor es que ni te das cuenta de ello,
aveces me lastimas pero no es tu intencion es mera equivocacion,
no me agrada para nada tu olor, en algunos momentos lo detesto,
te gusta luchar contra el estado- capital y siempre estas
presente en cualquier barricada, sabotaje o demas, de ti es a lo que
estoy enamorado amiga mia.......
XROMANTICO TERRORISTAX
tu ensordecedora voz y lo que provocas en mi existencia,
te quiero tal cual como eres, el problema es que llegas
a estar en brazos de mi enemigo para su ridiculo beneficio,
cuando llega la noche iluminas mi vida, en cualquier momento
que te necesite siempre estas ahi, me encanta jugar contigo,
manipularte, seducirte y lo peor es que ni te das cuenta de ello,
aveces me lastimas pero no es tu intencion es mera equivocacion,
no me agrada para nada tu olor, en algunos momentos lo detesto,
te gusta luchar contra el estado- capital y siempre estas
presente en cualquier barricada, sabotaje o demas, de ti es a lo que
estoy enamorado amiga mia.......
XROMANTICO TERRORISTAX
El buque de los necios:Una parabola politicamente incorrecta.
Érase una vez un capitán y sus oficiales que se volvieron tan presumidos, tan llenos de arrogancia y tan pagados de sí mismos, que se volvieron locos.
Pusieron rumbo al Norte hasta encontrarse con icebergs y témpanos peligrosos y, a pesar de ello, mantenían la misma dirección adentrándose cada vez más en las gélidas y temibles aguas, únicamente para darse el gusto de demostrar su pericia en tan temeraria navegación.
Como quiera que el barco se acercaba más y más al Norte, los pasajeros y la tripulación mostraban cada vez mayor inquietud, y comenzaron a debatir entre ellos y a quejarse de sus condiciones de vida.
-¡Que me zurzan si este no es el peor viaje que he realizado en mi larga vida de marino! La cubierta está resbaladiza por el hielo; cuando estoy de vigía, el viento helado me introduce el frío hasta los huesos; cada vez que tengo que arriar velas, se me congelan los dedos, y todo por cinco miserables chelines al mes.
-¡Tú te crees que estás mal! ¿verdad? ¡Yo por el frío no puedo ni dormir ya que en este barco a nosotras no nos dan las mismas mantas que a los hombres! -le espetó una pasajera. ¡Es una injusticia!
Un marinero mejicano exclamó: -¡Hijo de la gran chingada! A mi sólo me dan la mitad de sueldo que le dan a los gringos y, encima, la comida que me sirven es menos que la que dan a un anglo, con la falta que me hace para mantenerme mínimamente caliente aquí y, lo peor de todo, es que siempre nos dan las órdenes en inglés, en vez de en español.
-¡Yo tengo más razón que nadie para quejarme! exclamó un marinero indio. Si los rostros pálidos no nos hubieran robado nuestras tierras y riquezas ancestrales, no estaría ahora en este barco en medio de vientos árticos e icebergs. Estaría en una canoa remando en un plácido lago. ¡Merezco una compensación! Como mínimo, el capitán debería dejarme organizar unas partidillas de dados para ganar algún dinero.
Habla el contramaestre diciendo: -¡Ayer el segundo oficial me llamó marica! Sólo porque a mí me guste chupar pollas, no es razón para que me insulten.
-¡No sólo los humanos sufren maltrato en este barco! -dijo con indignación un pasajero amante de los animales. Sin ir más lejos, la semana pasada vi al tercer oficial darle dos patadas al perro del barco.
Uno de los pasajeros, que era profesor de Universidad, retorciéndose las manos, exclamó: ¡Todo esto es terrible! ¡Es inmoral! ¡Es racismo, sexismo, crueldad, homofobia y explotación de los trabajadores; es discriminación! ¡Necesitamos justicia social! ¡igualdad para el marinero mejicano, sueldos más altos, compensaciones para el indio, igual trato para hombres y mujeres, derechos formales para chupar pollas y no más patadas al perro!
-¡Sí! ¡Sí! -gritaron todos los pasajeros -¡Ahí, ahí! -gritaba la tripulación. -¡Es discriminación! ¡Tenemos que demandar nuestros derechos!
El grumete carraspeo: -¡Todos tenéis buenas razones para quejaros! Pero a mí me parece que lo que tenemos realmente que hacer es dar la vuelta y dirigirnos al sur, porque si seguimos este rumbo tarde o temprano seguro que naufragaremos y, entonces, tus salarios, tus mantas y tu derecho a chupar pollas no valdrán para nada porque nos ahogaremos todos.
Pero nadie le hizo el menor caso, porque sólo era un grumete.
El capitán y sus oficiales que desde el castillo de popa habían estando escuchando y observando la escena, ahora sonreían y se guiñaban el ojo.
El capitán hizo un gesto al tercer oficial, y éste bajó del castillo de popa hasta donde se encontraba la tripulación y pasajeros, mezclándose con ellos con un andar chulesco. Poniendo una expresión seria rompió a hablar.
-Nosotros los oficiales hemos de admitir que han ocurrido hechos inexcusables. No nos habíamos dado cuenta de la gravedad de la situación hasta no haber oído vuestras quejas. Somos gente de buena fe y queremos ser justos con vosotros ¡pero, como sabéis, el capitán es un poco conservador y quizá habría que pincharle un poco para poder conseguir algún cambio sustancial! En mi opinión si protestáis contundentemente, siempre que sea pacíficamente, podremos mover al capitán de su inercia y forzarle a afrontar los problemas de los que tan justamente os quejáis.
Después de haber dicho esto, el tercer oficial se dirigió al castillo de popa. Mientras se alejaba, los pasajeros y la tripulación le gritaban: ¡Moderado! ¡Reformista! ¡Neoliberal! ¡Lacayo! Pero aun así, hicieron lo que él les dijo.
Los pasajeros se juntaron frente al castillo de popa y entre gritos e insultos, demandaron sus derechos a los oficiales.
-¡Yo quiero recibir órdenes en castellano!- gritó el mejicano.
-¡Demando mi derecho a poder organizar partidas de dados! -gritó el marinero indio. -¡Quiero que me dejen de llamar marica! -exclamó el contramaestre. -¡Que dejen de dar patadas al perro! -gritó el amante de los animales -¡La revolución ahora! -chilló el profesor.
El capitán y los oficiales, se reunieron y deliberaron durante varios minutos, guiñándose el ojo, asintiendo con la cabeza, sonriéndose unos a otros todo el rato.
A continuación, el capitán se dirigió a la barandilla del castillo de popa y con grandes muestras de benevolencia anunció que al mejicano se le subiría a dos tercios del sueldo de los anglos y la orden de arriar velas se la darían en castellano, las pasajeras recibirían una manta más, que el marinero indio podría organizar partidas de dados los sábados a la noche, que al contramaestre no se le llamaría marica si chupara pollas en la intimidad y nadie podría dar patadas al perro, excepto si roba comida.
Los pasajeros y la tripulación celebraron estas concesiones como una gran victoria, pero a la mañana siguiente volvieron a estar insatisfechos.
¡Seis chelines al mes es poco dinero! Cada vez que arrío velas se me congelan los dedos -refunfuñaba el marinero. ¡Y todavía no gano lo mismo que los anglosajones, ni me dan suficiente comida para este clima -se quejó el marinero mejicano. ¡Las mujeres no tenemos mantas suficientes! -dijo una pasajera. Los otros miembros de la tripulación y pasajeros protestaban de forma similar y el profesor les azuzaba.
Cuando habían finalizado sus quejas, el grumete tomó de nuevo la palabra y hablando en alto, para que el personal no pudiera no darse por enterado dijo:
¡Es terrible dar patadas al perro, porque robe un poco de comida de la cena, y el que las mujeres no tengan igual número de mantas o que al marinero se le congelen los dedos, y no veo por qué el contramaestre no puede chupar pollas si le da la gana, pero: ¡mirad cuántos icebergs hay ahora! Y cómo sopla cada vez más el viento. ¡Tenemos que dar la vuelta e ir hacia el Sur, porque como sigamos al Norte seguro que naufragaremos y moriremos ahogados.
-Sí, sí -dijo el contramaestre. ¡Es terrible que sigamos al Norte, pero ¿por qué tengo que chupar pollas en el armario? ¿por qué me llaman marica? ¿acaso no soy igual que los demás?
-Seguir al Norte es terrible, es precisamente por eso que las mujeres necesitamos más mantas ¡ahora!
-Es verdad! -dijo el profesor- yendo al Norte nos ponen en dificultades, pero cambiar el rumbo al Sur no sería realista. ¡No se puede dar la vuelta al reloj!. ¡Tenemos que buscar una forma madura de enfrentarnos a la situación!
¡Mira! -dijo el grumete- si dejamos en el castillo de popa a esos cuatro locos seguir con lo suyo, nos ahogaremos todos, pero si sacamos el barco del peligro, podremos preocuparnos después de las condiciones de trabajo, las mantas para las mujeres y el derecho a chupar pollas, aunque primero tenemos que dar la vuelta al barco. Si nos juntarnos algunos y preparamos un plan de acción con coraje, podremos salvarnos; no haría falta mucha gente: con seis u ocho lo podríamos llevar a cabo. Podríamos tomar el castillo de popa, echar a esos colgados por la borda y dirigir el barco al Sur.
El profesor levantó su nariz y dijo severamente-. -¡No creo en la violencia! ¡Es inmoral! -No es ético utilizar la violencia jamás -dijo el contramaestre. -¡Desconfío del uso de la violencia! -dijo una pasajera.
El capitán y sus oficiales habían estado observando toda la escena, y a una señal del capitán, el tercer oficial volvió a bajar a cubierta, y mezclándose entre los pasajeros, dijo: Todavía quedaban muchos problemas en el barco, hemos logrado importantes avances. Pero aún siguen siendo duras las condiciones de trabajo para los marineros, el mejicano no gana todavía igual que los anglosajones, las mujeres aún no tienen las mismas mantas que los hombres, el derecho a poder organizar partidas de dados los sábados es, ciertamente, una pobre compensación por el robo de las tierras a sus antepasados, es injusto que el contramaestre deba chupar las pollas en el armario y que el perro se sigua llevando patadas de vez en cuando. Creo que hay que presionar un poco más al capitán. Sería de gran ayuda si hicierais otra protesta, siempre que ésta no sea violenta.
Mientras el tercer oficial volvía al puesto, todos le insultaban pero, al final, hicieron lo que éste propuso.
El capitán, una vez escuchadas sus quejas, se reunió con sus mandos en conferencia, durante la cual se guiñaron el ojo y sonrieron abiertamente; entonces se fue hacia la barandilla del castillo de popa y anunció que a los marineros le darían guantes para mantener las manos calentitas, el mejicano recibirla tres cuartas partes del salario de los anglosajones, a las mujeres se les entregaría otra manta más, al marinero indio le dejarían organizar partidas de dados los sábados y domingos y al contramaestre le dejarían chupar pollas en público a partir de¡ anochecer y nadie podría darle patadas al perro sin un permiso especial del capitán.
Los pasajeros y la tripulación quedaron extasiados con esta gran victoria revolucionaria, pero a la mañana siguiente, de nuevo se sintieron insatisfechos y comenzaron otra vez a quejarse de lo de siempre.
Entonces, el grumete empezó a irritarse y les grito:
¡Malditos necios! ¿no veis lo que hacen el capitán y sus mandos? Os tienen ocupados con vuestras quejas triviales de mantas, salarios, mamadas y el pobre perro, para que no penséis que lo que realmente va mal en este buque, es el hecho de que cada vez vayamos más al Norte y que todos moriremos ahogados. Si únicamente alguno de vosotros despertarais y atacásemos juntos el castillo de popa, podríamos virar en redondo y salvarnos. Pero lo único que hacéis es quejaros de cosas banales como el juego de los dados, chupar pollas o las condiciones de trabajo.
¡Banales! -gritó el mejicano. ¿Tú crees razonable que yo cobre un cuarto menos de salario que un gringo?, ¿es eso insignificante? -¡Cómo puedes llamar a mi queja algo trivial! -gritó el contramaestre. ¡No sabes lo humillante que es que te llamen maricón. -¡Pegar al perro una cosa sin importancia! -espetó el defensor de los animales. ¡Es cruel, inhumano! ¡Brutal!
¡Vale pues! -dijo el grumete. Estos problemas no son insignificantes ni triviales; pegar al perro es cruel y brutal, y es realmente humillante que te llamen maricón, pero la magnitud de nuestro problema principal, el hecho de que el barco cada vez vaya más al Norte, hace que estas quejas se conviertan en insignificantes y triviales. ¡Porque si no damos la vuelta al buque todos moriremos ahogados!
-¡Fascista! -le llamó el profesor. -¡Contrarrevolucionario! -le gritó la pasajera.
Y todos los demás pasajeros y miembros de la tripulación comenzaron a tachar al grumete de fascista y contrarrevolucionario y echándole a un lado, siguieron hablando de salarios, igualdad de mantas, derechos a hacer mamadas en público y de los malos tratos al perro. Mientras tanto, el barco, que seguía rumbo al Norte, después de un breve lapso quedó atrapado entre dos icebergs, muriendo todos ahogados.
Ted Kaczynski
Pusieron rumbo al Norte hasta encontrarse con icebergs y témpanos peligrosos y, a pesar de ello, mantenían la misma dirección adentrándose cada vez más en las gélidas y temibles aguas, únicamente para darse el gusto de demostrar su pericia en tan temeraria navegación.
Como quiera que el barco se acercaba más y más al Norte, los pasajeros y la tripulación mostraban cada vez mayor inquietud, y comenzaron a debatir entre ellos y a quejarse de sus condiciones de vida.
-¡Que me zurzan si este no es el peor viaje que he realizado en mi larga vida de marino! La cubierta está resbaladiza por el hielo; cuando estoy de vigía, el viento helado me introduce el frío hasta los huesos; cada vez que tengo que arriar velas, se me congelan los dedos, y todo por cinco miserables chelines al mes.
-¡Tú te crees que estás mal! ¿verdad? ¡Yo por el frío no puedo ni dormir ya que en este barco a nosotras no nos dan las mismas mantas que a los hombres! -le espetó una pasajera. ¡Es una injusticia!
Un marinero mejicano exclamó: -¡Hijo de la gran chingada! A mi sólo me dan la mitad de sueldo que le dan a los gringos y, encima, la comida que me sirven es menos que la que dan a un anglo, con la falta que me hace para mantenerme mínimamente caliente aquí y, lo peor de todo, es que siempre nos dan las órdenes en inglés, en vez de en español.
-¡Yo tengo más razón que nadie para quejarme! exclamó un marinero indio. Si los rostros pálidos no nos hubieran robado nuestras tierras y riquezas ancestrales, no estaría ahora en este barco en medio de vientos árticos e icebergs. Estaría en una canoa remando en un plácido lago. ¡Merezco una compensación! Como mínimo, el capitán debería dejarme organizar unas partidillas de dados para ganar algún dinero.
Habla el contramaestre diciendo: -¡Ayer el segundo oficial me llamó marica! Sólo porque a mí me guste chupar pollas, no es razón para que me insulten.
-¡No sólo los humanos sufren maltrato en este barco! -dijo con indignación un pasajero amante de los animales. Sin ir más lejos, la semana pasada vi al tercer oficial darle dos patadas al perro del barco.
Uno de los pasajeros, que era profesor de Universidad, retorciéndose las manos, exclamó: ¡Todo esto es terrible! ¡Es inmoral! ¡Es racismo, sexismo, crueldad, homofobia y explotación de los trabajadores; es discriminación! ¡Necesitamos justicia social! ¡igualdad para el marinero mejicano, sueldos más altos, compensaciones para el indio, igual trato para hombres y mujeres, derechos formales para chupar pollas y no más patadas al perro!
-¡Sí! ¡Sí! -gritaron todos los pasajeros -¡Ahí, ahí! -gritaba la tripulación. -¡Es discriminación! ¡Tenemos que demandar nuestros derechos!
El grumete carraspeo: -¡Todos tenéis buenas razones para quejaros! Pero a mí me parece que lo que tenemos realmente que hacer es dar la vuelta y dirigirnos al sur, porque si seguimos este rumbo tarde o temprano seguro que naufragaremos y, entonces, tus salarios, tus mantas y tu derecho a chupar pollas no valdrán para nada porque nos ahogaremos todos.
Pero nadie le hizo el menor caso, porque sólo era un grumete.
El capitán y sus oficiales que desde el castillo de popa habían estando escuchando y observando la escena, ahora sonreían y se guiñaban el ojo.
El capitán hizo un gesto al tercer oficial, y éste bajó del castillo de popa hasta donde se encontraba la tripulación y pasajeros, mezclándose con ellos con un andar chulesco. Poniendo una expresión seria rompió a hablar.
-Nosotros los oficiales hemos de admitir que han ocurrido hechos inexcusables. No nos habíamos dado cuenta de la gravedad de la situación hasta no haber oído vuestras quejas. Somos gente de buena fe y queremos ser justos con vosotros ¡pero, como sabéis, el capitán es un poco conservador y quizá habría que pincharle un poco para poder conseguir algún cambio sustancial! En mi opinión si protestáis contundentemente, siempre que sea pacíficamente, podremos mover al capitán de su inercia y forzarle a afrontar los problemas de los que tan justamente os quejáis.
Después de haber dicho esto, el tercer oficial se dirigió al castillo de popa. Mientras se alejaba, los pasajeros y la tripulación le gritaban: ¡Moderado! ¡Reformista! ¡Neoliberal! ¡Lacayo! Pero aun así, hicieron lo que él les dijo.
Los pasajeros se juntaron frente al castillo de popa y entre gritos e insultos, demandaron sus derechos a los oficiales.
-¡Yo quiero recibir órdenes en castellano!- gritó el mejicano.
-¡Demando mi derecho a poder organizar partidas de dados! -gritó el marinero indio. -¡Quiero que me dejen de llamar marica! -exclamó el contramaestre. -¡Que dejen de dar patadas al perro! -gritó el amante de los animales -¡La revolución ahora! -chilló el profesor.
El capitán y los oficiales, se reunieron y deliberaron durante varios minutos, guiñándose el ojo, asintiendo con la cabeza, sonriéndose unos a otros todo el rato.
A continuación, el capitán se dirigió a la barandilla del castillo de popa y con grandes muestras de benevolencia anunció que al mejicano se le subiría a dos tercios del sueldo de los anglos y la orden de arriar velas se la darían en castellano, las pasajeras recibirían una manta más, que el marinero indio podría organizar partidas de dados los sábados a la noche, que al contramaestre no se le llamaría marica si chupara pollas en la intimidad y nadie podría dar patadas al perro, excepto si roba comida.
Los pasajeros y la tripulación celebraron estas concesiones como una gran victoria, pero a la mañana siguiente volvieron a estar insatisfechos.
¡Seis chelines al mes es poco dinero! Cada vez que arrío velas se me congelan los dedos -refunfuñaba el marinero. ¡Y todavía no gano lo mismo que los anglosajones, ni me dan suficiente comida para este clima -se quejó el marinero mejicano. ¡Las mujeres no tenemos mantas suficientes! -dijo una pasajera. Los otros miembros de la tripulación y pasajeros protestaban de forma similar y el profesor les azuzaba.
Cuando habían finalizado sus quejas, el grumete tomó de nuevo la palabra y hablando en alto, para que el personal no pudiera no darse por enterado dijo:
¡Es terrible dar patadas al perro, porque robe un poco de comida de la cena, y el que las mujeres no tengan igual número de mantas o que al marinero se le congelen los dedos, y no veo por qué el contramaestre no puede chupar pollas si le da la gana, pero: ¡mirad cuántos icebergs hay ahora! Y cómo sopla cada vez más el viento. ¡Tenemos que dar la vuelta e ir hacia el Sur, porque como sigamos al Norte seguro que naufragaremos y moriremos ahogados.
-Sí, sí -dijo el contramaestre. ¡Es terrible que sigamos al Norte, pero ¿por qué tengo que chupar pollas en el armario? ¿por qué me llaman marica? ¿acaso no soy igual que los demás?
-Seguir al Norte es terrible, es precisamente por eso que las mujeres necesitamos más mantas ¡ahora!
-Es verdad! -dijo el profesor- yendo al Norte nos ponen en dificultades, pero cambiar el rumbo al Sur no sería realista. ¡No se puede dar la vuelta al reloj!. ¡Tenemos que buscar una forma madura de enfrentarnos a la situación!
¡Mira! -dijo el grumete- si dejamos en el castillo de popa a esos cuatro locos seguir con lo suyo, nos ahogaremos todos, pero si sacamos el barco del peligro, podremos preocuparnos después de las condiciones de trabajo, las mantas para las mujeres y el derecho a chupar pollas, aunque primero tenemos que dar la vuelta al barco. Si nos juntarnos algunos y preparamos un plan de acción con coraje, podremos salvarnos; no haría falta mucha gente: con seis u ocho lo podríamos llevar a cabo. Podríamos tomar el castillo de popa, echar a esos colgados por la borda y dirigir el barco al Sur.
El profesor levantó su nariz y dijo severamente-. -¡No creo en la violencia! ¡Es inmoral! -No es ético utilizar la violencia jamás -dijo el contramaestre. -¡Desconfío del uso de la violencia! -dijo una pasajera.
El capitán y sus oficiales habían estado observando toda la escena, y a una señal del capitán, el tercer oficial volvió a bajar a cubierta, y mezclándose entre los pasajeros, dijo: Todavía quedaban muchos problemas en el barco, hemos logrado importantes avances. Pero aún siguen siendo duras las condiciones de trabajo para los marineros, el mejicano no gana todavía igual que los anglosajones, las mujeres aún no tienen las mismas mantas que los hombres, el derecho a poder organizar partidas de dados los sábados es, ciertamente, una pobre compensación por el robo de las tierras a sus antepasados, es injusto que el contramaestre deba chupar las pollas en el armario y que el perro se sigua llevando patadas de vez en cuando. Creo que hay que presionar un poco más al capitán. Sería de gran ayuda si hicierais otra protesta, siempre que ésta no sea violenta.
Mientras el tercer oficial volvía al puesto, todos le insultaban pero, al final, hicieron lo que éste propuso.
El capitán, una vez escuchadas sus quejas, se reunió con sus mandos en conferencia, durante la cual se guiñaron el ojo y sonrieron abiertamente; entonces se fue hacia la barandilla del castillo de popa y anunció que a los marineros le darían guantes para mantener las manos calentitas, el mejicano recibirla tres cuartas partes del salario de los anglosajones, a las mujeres se les entregaría otra manta más, al marinero indio le dejarían organizar partidas de dados los sábados y domingos y al contramaestre le dejarían chupar pollas en público a partir de¡ anochecer y nadie podría darle patadas al perro sin un permiso especial del capitán.
Los pasajeros y la tripulación quedaron extasiados con esta gran victoria revolucionaria, pero a la mañana siguiente, de nuevo se sintieron insatisfechos y comenzaron otra vez a quejarse de lo de siempre.
Entonces, el grumete empezó a irritarse y les grito:
¡Malditos necios! ¿no veis lo que hacen el capitán y sus mandos? Os tienen ocupados con vuestras quejas triviales de mantas, salarios, mamadas y el pobre perro, para que no penséis que lo que realmente va mal en este buque, es el hecho de que cada vez vayamos más al Norte y que todos moriremos ahogados. Si únicamente alguno de vosotros despertarais y atacásemos juntos el castillo de popa, podríamos virar en redondo y salvarnos. Pero lo único que hacéis es quejaros de cosas banales como el juego de los dados, chupar pollas o las condiciones de trabajo.
¡Banales! -gritó el mejicano. ¿Tú crees razonable que yo cobre un cuarto menos de salario que un gringo?, ¿es eso insignificante? -¡Cómo puedes llamar a mi queja algo trivial! -gritó el contramaestre. ¡No sabes lo humillante que es que te llamen maricón. -¡Pegar al perro una cosa sin importancia! -espetó el defensor de los animales. ¡Es cruel, inhumano! ¡Brutal!
¡Vale pues! -dijo el grumete. Estos problemas no son insignificantes ni triviales; pegar al perro es cruel y brutal, y es realmente humillante que te llamen maricón, pero la magnitud de nuestro problema principal, el hecho de que el barco cada vez vaya más al Norte, hace que estas quejas se conviertan en insignificantes y triviales. ¡Porque si no damos la vuelta al buque todos moriremos ahogados!
-¡Fascista! -le llamó el profesor. -¡Contrarrevolucionario! -le gritó la pasajera.
Y todos los demás pasajeros y miembros de la tripulación comenzaron a tachar al grumete de fascista y contrarrevolucionario y echándole a un lado, siguieron hablando de salarios, igualdad de mantas, derechos a hacer mamadas en público y de los malos tratos al perro. Mientras tanto, el barco, que seguía rumbo al Norte, después de un breve lapso quedó atrapado entre dos icebergs, muriendo todos ahogados.

Ted Kaczynski
Poema insurrecto
Pues comenzando este blog con un poema muy interesante:
solxs ante la maquina, contra su existencia.
odio & rabia por su funcionamiento,
por el despojo cotidiano efectuado hace siglos.
de la masacre, el exterminio, la demencia, la autoridad.
fuego, fuego contra todo, violencia & venganza.
cenizas & escombros...
De ahi partiremos hacia el mundo nuevo, antes no...
ese es el curso logico de las cosas ya que de una u otra manera,
el capitalismo & sus lacay@s reduciran el mundo a eso, con o sin nosotr@s...
salid combatientes, de monotonas reuniones & discusiones,
dejad aflorar la anarquia, en la adrenalina del enfrentamiento callejero,
escapad de ese intelectualismo burgues con amenaza
de volvernos anarquistas de escritorio.
tomad las armas, prendedle fuego a todo, destrozad lo que podais
& quitadle la vida a cada maldit@ guardian@ del orden,
revivamos las emociones de tod@s es@s muert@s de revueltas pasadas,
hagamos que huelan los cadaveres que ell@s mism@s escondieron intentando pasar desapercibid@s, como zombies encolerizad@s, sembremos el terror de l@s líderes economic@s, que cada compañer@ caid@ reviva en la barricada, & el estallido de algún banco o propiedad privada...
solxs ante la maquina, contra su existencia.
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fuego, fuego contra todo, violencia & venganza.
cenizas & escombros...
De ahi partiremos hacia el mundo nuevo, antes no...
ese es el curso logico de las cosas ya que de una u otra manera,
el capitalismo & sus lacay@s reduciran el mundo a eso, con o sin nosotr@s...
salid combatientes, de monotonas reuniones & discusiones,
dejad aflorar la anarquia, en la adrenalina del enfrentamiento callejero,
escapad de ese intelectualismo burgues con amenaza
de volvernos anarquistas de escritorio.
tomad las armas, prendedle fuego a todo, destrozad lo que podais
& quitadle la vida a cada maldit@ guardian@ del orden,
revivamos las emociones de tod@s es@s muert@s de revueltas pasadas,
hagamos que huelan los cadaveres que ell@s mism@s escondieron intentando pasar desapercibid@s, como zombies encolerizad@s, sembremos el terror de l@s líderes economic@s, que cada compañer@ caid@ reviva en la barricada, & el estallido de algún banco o propiedad privada...
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