sábado, 28 de agosto de 2010

¡A cazar alegremente! monteria de automoviles!

¡A cazar alegremente!
Montería de automóviles
me atrajo, abrí la puerta estrechita y entré.
Me encontré arrebatado, en un mundo agitado y bullicioso. Por las calles corrían los
automóviles a toda velocidad y se dedicaban a la caza de los peatones, los atropellaban
haciéndolos papilla, los aplastaban horrorosamente contra las paredes de las casas.
Comprendí al punto: era la lucha entre los hombres y las máquinas, preparada,
esperada y temida desde hace mucho tiempo, la que por fin había estallado. Por todas
partes yacían muertos y mutilados, por todas partes también automóviles apedreados,
retorcidos, medio quemados; sobre la espantosa confusión volaban aeroplanos, y
también a éstos se les tiraba desde muchos tejados y ventanas con fusiles y con
ametralladoras. En todas las paredes anuncios fieros y magníficamente llamativos
invitaban a toda la nación, en letras gigantescas que ardían como antorchas, a ponerse
al fin al lado de los hombres contra las máquinas, a asesinar por fin a los ricos
opulentos, bien vestidos y perfumados, que con ayuda de las máquinas sacaban el jugo
a los demás y hacer polvo a la vez sus grandes automóviles, que no cesaban de toser,
de gruñir con mala intención y de hacer un ruido infernal, a incendiar por último las
fábricas y barrer y despoblar un poco la tierra profanada, para que pudiera volver a salir
la hierba y surgir otra vez del polvoriento mundo de cemento algo así como bosques,
praderas, pastos, arroyos y marismas. Otros anuncios, en cambio, en colores más finos
y menos infantiles, redactados en una forma muy inteligente y espiritual, prevenían con
afán a todos los propietarios y a todos los circunspectos contra el caos amenazador de la
anarquía, cantaban con verdadera emoción la bendición del orden, del trabajo, de la
propiedad, de la cultura, del derecho, y ensalzaban las máquinas como la más alta y
última conquista del hombre, con cuya ayuda habríamos de convertirnos en dioses.
Pensativo y admirado leí los anuncios, los rojos y los verdes; de un modo extraño me
impresionó su inflamada oratoria, su lógica aplastante; tenían razón, y, hondamente
convencido, me quedé parado ya ante uno, ya ante el otro, y, sin embargo, un tanto
inquieto por el tiroteo bastante vivo. El caso es que lo principal estaba claro: había
guerra, una guerra violenta, racial y altamente simpática, en donde no se trataba de
emperadores, repúblicas, fronteras, ni de banderas y colores y otras cosas por el estilo,
más bien decorativas y teatrales, de fruslerías en el fondo, sino en donde todo aquel a
quien le faltaba aire para respirar y a quien ya no le sabia bien la vida, daba persuasiva
expresión a su malestar y trataba de preparar la destrucción general del mundo
civilizado de hojalata. Vi cómo a todos les salía risueño a los ojos, claro y sincero, el afán
de destrucción y de exterminio, y dentro de mí mismo florecían estas salvajes flores
rojas, grandes y lozanas, y no reían menos. Con alegría me incorporé a la lucha.
Pero lo más hermoso de todo fue que junto a mi surgió de pronto mi compañero de
colegio, Gustavo, del cual no había vuelto a saber nada en tantos decenios, y que en
otro tiempo había sido el más fiero, el más fuerte y el más sediento de vida entre los
amigos de mi primera niñez. Se me alegró el corazón cuando vi que sus ojos azules
claros me miraban de nuevo moviendo los párpados. Me hizo una seña y le seguí
inmediatamente con alegría.
-Hola, Gustavo -grité feliz-, ¡cuánto me place volver a verte! ¿Qué ha sido de ti?
Furioso, empezó a reír, enteramente como en la infancia.
-¡Bárbaro! ¿No hay que hacer más que empezar a preguntar ya y a perder el tiempo
en palabrería? Me hice teólogo, ya lo sabes; pero ahora, afortunadamente, ya no hay
más teología, muchacho, sino guerra. Anda, ven.
De un pequeño automóvil, que en aquel momento venía hacia nosotros resoplando,
echó abajo de un tiro al conductor, saltó listo como un mono al volante, lo hizo parar y
me mandó subir; luego corrimos rápidos como el diablo, entre balas de fusil y coches
volcados, fuera de la ciudad y del suburbio.
-¿Tú estás al lado de los fabricantes? -pregunté a mi amigo.
-¿Qué dices? Eso es cuestión de gusto; ya lo pensaremos luego. Pero no, espera; es
preferible que escojamos el otro partido, aun cuando en el fondo es perfectamente igual.
Yo soy teólogo, y mi antecesor Lutero ayudó en su tiempo a los príncipes y poderosos
contra los campesinos, vamos a ver si corregimos aquello ahora un poquitín. Maldito
coche, es de esperar que aún aguante todavía un par de kilómetros.
Rápidos como el viento, en el cielo engendrado, salimos de allí crepitantes hasta
llegar a un paisaje verde y tranquilo, distante cuatro millas, a través de una gran
llanura, y subiendo luego lentamente por una enorme montaña. Aquí hicimos alto en una
carretera lisa y reluciente, que conducía hacia arriba en curvas atrevidas, entre una
escarpada roca y un pequeño muro de protección, y que dominaba desde lo alto un
brillante lago azul.
-Hermosa comarca -dije.
-Muy bonita. Podemos llamarla la carretera de los ejes; aquí han de saltar, hechos
pedazos, más de cuatro ejes. Harrycito, pon atención.
Junto a la carretera había un pino grande, y arriba, en la copa, vimos construida de
tablas como una especie de cabaña, una atalaya y mirador. Gustavo me miró riendo
claramente, guiñando astuto sus ojos azules, y presurosos nos bajamos de nuestro
coche y gateamos por el tronco, ocultándonos en la atalaya que nos gustó mucho, y allí
pudimos respirar a nuestras anchas. Allí encontramos fusiles, pistolas, cajas con
cartuchos. Apenas nos hubimos refrescado un poco y acomodado en aquel puesto de
caza, cuando ya resonó por la curva más próxima, ronco y dominador, el ruido de un
gran coche de lujo, que venía caminando crepitante a gran velocidad por la reluciente
carretera de la montaña. Ya teníamos las escopetas en la mano. Fue un momento de
tensión maravillosa.
-Apunta al chófer -ordenó rápidamente Gustavo, al tiempo que el pesado coche
cruzaba corriendo por debajo de nosotros. Y ya apuntaba yo y disparé a la gorra azul del
conductor.
El hombre se desplomó, el coche siguió zumbando, chocó contra la roca, rebotó hacia
atrás, chocó gravemente y con furia como un abejorro gordo y grande contra el muro de
contención, dio la vuelta y cayó por encima con ruido seco en el abismo.
-A otra cosa -dijo Gustavo riendo-. El próximo me toca a mí.
Ya llegaba corriendo otro coche pequeño; en los asientos venían dos o tres personas;
de la cabeza de una mujer ondeaba un trozo de velo rígido y horizontal, hacia atrás, un
velo azul claro; realmente me daba lástima de él; quién sabe si la más linda cara de
mujer reía bajo aquel velo. Santo Dios, si estuviésemos jugando a los bandidos, quizás
hubiese sido más justo y más bonito, siguiendo el ejemplo de grandes predecesores, no
extender a las bellas damas nuestro bravo afán de matar. Pero Gustavo ya había
disparado. El chófer hizo unas contracciones, se desplomó, dio el coche un salto contra
la roca vertical, volcó hacia atrás, cayendo sobre la carretera con las ruedas hacia arriba.
Esperamos un momento, nada se movía; en silencio yacían allí, presos como en una
ratonera, los ocupantes bajo su coche. Este zumbaba y se movía aún y hacía dar vueltas
a las ruedas en el aire de un modo cómico; pero de repente dejó escapar un terrible
estampido y se halló envuelto en llamas luminosas.
-Un Ford -dijo Gustavo-. Tenemos que bajarnos y dejar otra vez la carretera libre.
Descendimos y estuvimos contemplando aquella hoguera. Se quemó por completo,
rápidamente; entretanto preparamos unos troncos de madera y lo empujamos hacia un
lado, echándolo por encima del borde de la carretera al abismo; aún estuvo crujiendo un
rato al chocar con los matorrales. Al dar la vuelta al coche se habían caído dos de los
muertos, y allí estaban tendidos, con las ropas quemadas en parte. Uno tenía el traje
todavía bastante bien conservado; registré sus bolsillos por si encontrábamos quién
hubiera sido: una cartera de piel apareció; dentro, había tarjetas de visita. Cogí una y leí
en ella las palabras Tat twam asi.
-Tiene gracia -dijo Gustavo-. Pero, en realidad, es indiferente cómo se llamen las
personas que asesinamos aquí. Son pobres diablos como nosotros, los nombres no
hacen al caso. Este mundo tiene que ser destruido, y nosotros con él. Diez minutos
debajo del agua seria la solución menos dolorosa. ¡Ea, a trabajar!
Arrojamos a los muertos en pos del coche. Ya se acercaba bocinando un nuevo auto.
Le hicimos fuego en seguida desde la misma carretera. Siguió un rato, vacilante como
un borracho, se estrelló luego y quedó tendido jadeante; uno que iba dentro permaneció
sentado en el interior, pero una bonita muchacha se apeó ilesa, aunque pálida y
temblando violentamente. La saludamos amables y le ofrecimos nuestros servicios.
Estaba demasiado asustada, no podía hablar y un rato nos miró con los ojos
desencajados, como loca.
-Ea, vamos a cuidarnos primeramente de aquel pobre señor anciano -dijo Gustavo.
Y se dirigió al viajero, que aún continuaba pegado a su Sitio detrás del chófer muerto.
Era un señor con el cabello gris, tenía abiertos los inteligentes ojos grises claros; pero
parecía estar gravemente herido, por lo menos le salía sangre de la boca y el cuello lo
tenía horrorosamente torcido y rígido.
-Permita usted, anciano; mi nombre es Gustavo. Nos hemos tomado la libertad de
pegar un tiro a su chófer. ¿Podemos preguntar con quién tenemos el honor...?
El viejo miraba fría y tristemente con sus pequeños ojos grises.
-Soy el fiscal Loering -dijo lentamente-. Ustedes no han asesinado sólo a mi chófer,
sino a mí también; siento que esto se acaba. ¿Se puede saber por qué han disparado
contra nosotros?
-Por exceso de velocidad.
-Nosotros veníamos con velocidad normal.
-Lo que ayer era normal, ya no lo es hoy, señor fiscal. Hoy somos de opinión que
cualquier velocidad a la que pueda marchar un auto es excesiva. Nosotros destrozamos
ahora los autos todos, y las demás máquinas también.
¿También sus escopetas?
-También a ellas ha de llegarles su turno, si aún nos queda tiempo. Probablemente
mañana o pasado estaremos liquidados todos. Usted no ignora que nuestro continente
estaba horrorosamente sobrepoblado. Ahora ya va a sobrar aire.
-¿Y tiran ustedes a todo el mundo, sin distinción?
-Claro. Por algunos puede sin duda que sea una lástima. Por ejemplo, por la dama
joven y bella lo hubiera sentido mucho. ¿Es seguramente su hija?
-No, es mi mecanógrafa.
-Tanto mejor. Y ahora haga usted el favor de apearse, o permita usted que lo
saquemos del coche, pues el coche ha de ser destruido.
-Prefiero que me destruyan ustedes con él.
-Como guste. Permita todavía una pregunta: usted es fiscal. Nunca he llegado a
comprender cómo un hombre puede ser fiscal. Usted vive de acusar y de condenar a
otras personas, por lo general, pobres diablos. ¿No es así?
-Así es. Yo cumplía con mi deber. Era mi profesión. Lo mismo que la profesión de
verdugo es matar a los condenados por mí. Usted mismo se ha encargado, a lo que se
ve, de idéntico oficio. Usted mata también.
-Exacto. Sólo que nosotros no matamos por obligación, sino por gusto, o mejor dicho,
por disgusto, por desesperación del mundo. Por eso, matar nos proporciona cierta
diversión. ¿No le ha divertido a usted nunca matar?
-Me está usted fastidiando. Tenga la bondad de terminar su cometido. Si la noción del
deber le es a usted desconocida... Calló y contrajo los labios, como si quisiera escupir.
Pero no salió más que un poco de sangre que se quedó pegada a su barbilla.
-Espere usted -dijo cortésmente Gustavo-. La noción del deber ciertamente que no la
conozco; no la conozco ya. En otro tiempo me dio mucho que hacer por razón de mi
oficio; yo era profesor de Teología. Además fui soldado y estuve en la guerra. Lo que me
parecía que era el deber y lo que me fue ordenado en toda ocasión por las autoridades y
los superiores, todo ello no era bueno de verdad; hubiera preferido hacer siempre lo
contrario. Pero aun cuando no conozca ya el concepto del deber, conozco, sin embargo,
el de la culpa; acaso son los dos la misma cosa. Por haberme traído al mundo una
madre, ya soy culpable, ya estoy condenado a vivir, estoy obligado a pertenecer a un
Estado, a ser soldado, a pagar impuestos para armamentos. Y ahora, en este momento,
la culpa de vivir me ha llevado otra vez, como antaño en la guerra, a tener que matar. Y
en esta ocasión no mato con repugnancia, me he rendido a la culpa, no tengo nada en
contra de que este mundo sobrecargado y necio salte en pedazos; yo ayudo con gusto, y
con gusto sucumbo yo mismo a la vez.
El fiscal hizo un gran esfuerzo para sonreír un poco con sus labios llenos de sangre
coagulada. No lo consiguió de un modo muy brillante; pero fue perceptible la buena
intención.
-Está bien -dijo-; somos, pues, compañeros. Tenga la bondad de cumplir ahora con
su deber, señor colega.
La linda muchacha se había sentado entretanto en el borde de la cuneta y estaba
desmayada.
En este momento se oyó de nuevo la bocina de un coche que venía zumbando a toda
marcha. Retiramos a la muchacha un poco a un lado, nos apretamos contra las rocas y
dejamos al coche que llegaba chocar contra los restos del otro. Frenó violentamente y se
encalabrinó hacia lo alto, pero se quedó parado indemne. Rápidamente cogimos
nuestras escopetas y apuntamos a los recién llegados.
-¡Abajo del coche! -ordenó Gustavo-. ¡Manos arriba!
Tres hombres bajaron del auto y, obedientes, levantaron las manos.
-¿Es médico alguno de ustedes? -preguntó Gustavo.
Dijeron que no.
-Entonces tengan ustedes la bondad de sacar con cuidado de su asiento a este señor,
está gravemente herido. Y luego llévenlo en el coche que han traído ustedes hasta la
ciudad más próxima. ¡Vamos, manos a la obra!
Prontamente fue acomodado el viejo señor en el otro coche; Gustavo dio la orden y
todos partieron precipitadamente.
Entretanto había vuelto en si nuestra mecanógrafa y había estado presenciando los
acontecimientos. Me gustaba haber hecho este precioso botín.
-Señorita -dijo Gustavo-, ha perdido usted a su jefe. Es de suponer que por lo demás
no tuviera mayores vínculos con usted. Queda usted contratada por mí. ¡Séanos un buen
camarada! Ea, el tiempo apremia. Pronto se va a estar aquí poco confortablemente.
¿Sabe usted gatear, señorita? ¿Sí? Pues vamos allá. La cogeremos entre los dos y la
ayudaremos.
Trepamos a nuestra cabaña del árbol los tres todo lo rápidamente posible. La señorita
se puso mala arriba, pero tomó una copa de coñac y pronto estuvo tan repuesta que
pudo apreciar la magnífica perspectiva sobre el lago y la montaña y hacernos saber que
se llamaba Dora.
Al poco tiempo ya había llegado abajo un nuevo coche, el cual pasó con precaución
junto al auto destrozado, sin pararse, y luego aceleró inmediatamente su velocidad.
-¡Pretencioso! -dijo riendo Gustavo, y echó abajo de un tiro al conductor. Bailó un
poco el coche, dio un salto contra el muro, lo hundió en parte y se quedó pendiente,
inclinado sobre el abismo.
-Dora -dije-, ¿sabe usted manejar escopetas?
No sabía, pero le enseñamos a cargar un fusil. Al principio estaba torpe y se hizo
sangre en un dedo, lloró y pidió un tafetán. Pero Gustavo le explicó que estábamos en la
guerra y que ella tenía que mostrar que era una muchacha valiente. Así se calmó.
-Pero ¿qué va a ser de nosotros? -preguntó ella luego.
-No lo sé -dijo Gustavo-. A mi amigo Harry le gustan las mujeres bonitas; él será su
amigo de usted.
-Pero van a venir con policía y soldados y nos matarán.
-Ya no hay policía ni cosas de ésas. Nosotros podemos elegir, Dora. O nos quedamos
aquí arriba tranquilamente y hacemos fuego contra todos los coches que quieran pasar,
o tomamos a nuestra vez un coche, salimos corriendo y dejamos que otros nos tiroteen.
Da igual tomar un partido u otro. Yo estoy porque nos quedemos aquí.
Abajo había ya otro coche, resonando hacia arriba su bocina.
Pronto se dio cuenta de él, y quedó tumbado, con las ruedas en alto.
-Es cómico -dije- que divierta tanto el pegar tiros. Y eso que yo era antes enemigo de
la guerra.
Gustavo sonreía. Sí, es que hay demasiadas personas en el mundo. Antes no se
notaba tanto. Pero ahora, que cada uno no sólo quiere respirar el aire que le
corresponde, sino hasta tener un auto, ahora es cuando lo notamos precisamente. Claro
que lo que hacemos no es razonable, es una niñada, como también la guerra era una
niñada monstruosa. Andando el tiempo, la humanidad tendrá que aprender alguna vez a
contener su multiplicación por medios de razón. Por el momento, reaccionamos contra el
insufrible estado de cosas de una manera bastante poco razonable, pero en el fondo
hacemos lo justo: reducimos el número.
-Sí -dije-; lo que hacemos es acaso una locura y, sin embargo, es probablemente
bueno y necesario. No está bien que la humanidad esfuerce excesivamente la
inteligencia y trate, con la ayuda de la razón, de poner orden en las cosas, que aún
están lejos de ser accesibles a la razón misma. De aquí que surjan esos ideales como el
del americano o el del bolchevique, que los dos son extraordinariamente razonables y
que, sin embargo, violentan y despojan a la vida de un modo tan terrible, porque la
simplifican de una forma tan pueril. La imagen del hombre, en otro tiempo un alto ideal,
está a punto de convertirse en un cliché. Nosotros los locos acaso la ennoblecemos otra
vez.
Riendo, respondió Gustavo:
-Muchacho, hablas de un modo extraordinariamente sensato; es un placer y da gusto
prestar atención a este pozo de ciencia. Y quizá tengas hasta un poquito de razón. Pero
haz el favor de cargar de nuevo tu escopeta, me resultas algo soñador de más. A cada
momento pueden aparecer corriendo otra vez un par de cervatillos; a éstos no podemos
matarlos con filosofía, no hay más remedio que tener balas en el cañn.
Vino un auto y cayó en seguida. La carretera estaba interceptada. Un superviviente,
un hombre gordo y con la cabeza colorada, gesticulaba fiero junto a las máquinas
destrozadas, buscó por todas partes con los ojos muy abiertos, descubrió nuestra
guarida, vino corriendo dando grandes voces y disparó contra nosotros muchas veces
hacia lo alto con un revólver.
-Váyase usted ya o disparo -gritó Gustavo hacia abajo.
El hombre le apuntó y disparó aún otra vez. Entonces lo abatimos con dos tiros.
Aún llegaron dos coches, que tendimos por tierra. Luego se quedó silenciosa y vacía
la carretera; la noticia de su peligro parecía haberse extendido. Tuvimos tiempo de
observar el hermoso panorama. Al otro lado del lago había en el fondo una pequeña
ciudad; allí empezó a elevarse una columna de humo, y pronto vimos cómo el fuego se
propagaba de uno a otro tejado. También se oían disparos. Dora lloraba un poco; yo
acaricié sus húmedas mejillas.
-¿Es que vamos a perecer todos? -preguntó.
Nadie le dio respuesta. Entretanto pasaba por abajo un caminante, vio en el suelo los
automóviles destrozados, anduvo rebuscando en ellos, metió la cabeza dentro de uno,
sacó una sombrilla de colores, un bolso de señora y una botella de vino, se sentó
apaciblemente en el muro, bebió en la botella, comió algo liado en platilla que había en
el bolso, vació por completo la botella y continuó alegre su camino, con la sombrilla
apretada debajo del brazo. Se marchó pacíficamente, y yo le dije a Gustavo:
-¿Te sería ahora posible disparar a este tipo simpático y hacerle un agujero en la
cabeza? Dios sabe bien que yo no podría.
-Tampoco se nos exige -gruñó mi amigo.
Pero también a él le había entrado en el ánimo cierta desazón. Apenas nos hubimos
echado a la cara a una persona que se conducía todavía cándida, pacífica e
infantilmente, que aún vivía en el estado de inocencia, al punto nos pareció tonta y
repulsiva toda nuestra conducta, tan laudable y necesaria. ¡Ah, diablo, tanta sangre! Nos
avergonzamos. Pero es fama que en la guerra alguna vez los mismos generales han
tenido una sensación así.
-No permanezcamos más tiempo aquí -gimió Dora-; vamos a bajarnos. Con seguridad
encontraremos en los coches algo que comer. ¿Es que vosotros no tenéis hambre,
bolcheviques?
Allá abajo, al otro lado, en la ciudad ardiendo, empezaron a tocar las campanas a
rebato y con angustia. Nos dispusimos al descenso. Cuando ayudé a Dora a trepar por
encima del parapeto, le di un beso en la rodilla. Ella se echó a reír. En aquel momento
cedieron las estacas y los dos nos precipitamos en el vacío...

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